Para Fire.
“Just you, just me
Let's find a cozy spot
To cuddle and woo...”
Nat King Cole
“Al Séptimo Infierno”, dijimos a dúo con las voces todavía excitadas. El taxista, chicano, adicto a Elvis Presley, nos miró de reojo y apretó el acelerador. Supongo que olíamos a sexo, que nuestro aliento dejaba escapar vahos lascivos de whisky del bueno, que la música - que aún sonaba en nuestros oídos - se deslizaba fuera de nuestras cabezas olvidadas con el pudor en casa. No podíamos dejar de acariciarnos, nuestras manos se movían solas desobedeciendo la compostura del resto del cuerpo.
Eso debía pensar el taxista, que transportaba cuerpos, por el modo en que observaba los pechos desnudos de Nerea, que quedaban al descubierto sobre su desabrochado vestido de leopardo. Just you, just me, la maravillosa canción con la que habíamos sincronizado los últimos orgasmos de la tarde, seguía sonando ininterrumpidamente en el cuarto gris junto a las falsas promesas ¡Qué fácil jurar amor eterno oyendo un blues, lo habíamos hecho tantas veces!... Pero ahora, sólo éramos seres que se dirigían, frenéticamente, hacia el infierno (si es que no vivíamos perpetuamente en él). La vida era jazz. El resto, todo lo demás, era la muerte...
El Séptimo Infierno estaba a reventar - como todos los séptimos infiernos del mundo, allá donde estuvieran, en París, en Nueva York, en el Bourbon Street de Nueva Orleáns - repleto de hombres y mujeres endemoniados, que movían sus cabezas y ondulaban sus cuerpos sensuales con determinación. Bohemios enfermizos, fanáticos del bop, locos y locas que sólo allí tenían sentido, parásitos del negro, del rojo, del terciopelo, adictos a las botas de serpiente y a los zapatos bicolor...
Un olor agradable a sudor humano invadía la sala, cientos de pechos femeninos se movían, de derecha a izquierda, liberados del sujetador. Todo es místico en el jazz. El jazz es dios, maldito, omnipresente, más pagano que nunca. La voz desgarrada de una mujer, tarareando I Didn´t Know What Time It Was , hacía susurrar en la oscuridad miles de caderas solitarias. El humo acariciaba los rostros sudorosos, mientras la cantante contraía su cara, acentuando todas y cada una de las sílabas, como en un orgasmo perpetuo. Un instante después, Mike el gordo, trompetista negro de origen cubano, violaba el ambiente con su sonido extático. El mundo se detenía y nos recordaba que estábamos perdidos y que así de apetecible era el abismo... Mientras, en algún lugar, en alguna habitación perdida de algún Harlem del mundo, en su Séptimo Infierno particular, alguien más hacía el amor con Nat King Cole...
Eso debía pensar el taxista, que transportaba cuerpos, por el modo en que observaba los pechos desnudos de Nerea, que quedaban al descubierto sobre su desabrochado vestido de leopardo. Just you, just me, la maravillosa canción con la que habíamos sincronizado los últimos orgasmos de la tarde, seguía sonando ininterrumpidamente en el cuarto gris junto a las falsas promesas ¡Qué fácil jurar amor eterno oyendo un blues, lo habíamos hecho tantas veces!... Pero ahora, sólo éramos seres que se dirigían, frenéticamente, hacia el infierno (si es que no vivíamos perpetuamente en él). La vida era jazz. El resto, todo lo demás, era la muerte...
El Séptimo Infierno estaba a reventar - como todos los séptimos infiernos del mundo, allá donde estuvieran, en París, en Nueva York, en el Bourbon Street de Nueva Orleáns - repleto de hombres y mujeres endemoniados, que movían sus cabezas y ondulaban sus cuerpos sensuales con determinación. Bohemios enfermizos, fanáticos del bop, locos y locas que sólo allí tenían sentido, parásitos del negro, del rojo, del terciopelo, adictos a las botas de serpiente y a los zapatos bicolor...
Un olor agradable a sudor humano invadía la sala, cientos de pechos femeninos se movían, de derecha a izquierda, liberados del sujetador. Todo es místico en el jazz. El jazz es dios, maldito, omnipresente, más pagano que nunca. La voz desgarrada de una mujer, tarareando I Didn´t Know What Time It Was , hacía susurrar en la oscuridad miles de caderas solitarias. El humo acariciaba los rostros sudorosos, mientras la cantante contraía su cara, acentuando todas y cada una de las sílabas, como en un orgasmo perpetuo. Un instante después, Mike el gordo, trompetista negro de origen cubano, violaba el ambiente con su sonido extático. El mundo se detenía y nos recordaba que estábamos perdidos y que así de apetecible era el abismo... Mientras, en algún lugar, en alguna habitación perdida de algún Harlem del mundo, en su Séptimo Infierno particular, alguien más hacía el amor con Nat King Cole...