sábado, 13 de diciembre de 2008

Porque todo vuelve... José Hierro



Supongo que no te entendieron siempre, corredor de fondo de esta carrera sin retorno que es la poesía. Supongo que les molestaron tus paradas de años, tus estacionamientos indebidos, tu comodidad de conductor que se detiene a su gusto y observa, como fotógrafo de lo cotidiano, desde la cuneta. Supongo que por tu adoración por los clásicos y por hacer la revolución del verbo desde "el amor al verbo", no te consideraron innovador y te apartaron de un zarpazo de Las ínsulas extrañas. Supongo que por ello te homenajearon tarde, al borde de la muerte, cuando ya planeaban la sombra del enfisema, las luces de la meta. Hay tal vez una historia paralela: la del poeta leído y releído que se transmite de generación en generación; la de las salas llenas de jóvenes y viejos ("arrejuntados", apretujados, salvados por las mismas emociones); la de tus pinceles, tus libros dedicados con dibujos, tus plumillas; la de tus lágrimas, porque nunca dejaste de llorar, para delicia nuestra porque no eran de mentira; la del campeón de suma y sigue recitando amarrado a su última tabla: la bombona de oxígeno; la del Hombre en mayúsculas que se sabe cómplice de la realidad; la del pirata bueno octogenario que moría corrigiendo, imaginando versos…
Supongo que les quedaba grande la sencillez…

EL MUERTO
Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría
no podrá morir nunca.

Yo lo veo muy claro en mi noche completa.
Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,
muchos siglos de olvido y de sombra constante,
muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido
a la yerba que encima de mí balancea su fresca verdura.
Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos
será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,
desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,
por el curvo volar de gorriones,
por las flores doradas y blancas de esencias frutales.
(Yo una vez hice un ramo con ellas.
Puede ser que después arrojara las flores al agua,
puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,
que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,
que a mi madre llevara las flores;
yo querría poner primavera en sus manos.)

¡Será ya primavera allá arriba!
Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría
no podré morir nunca.
Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
Morirán los que nunca jamás sorprendieron
aquel vago pasar de la loca alegría.
Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos
no podré morir nunca.

Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.


José Hierro

A una semana del aniversario de tu muerte, gracias de nuevo por la vida