domingo, 27 de abril de 2008

'Cuaderno de Nueva York', un libro para el inolvido


José Hierro (Foto Morgana Vargas Llosa)

Casi diez años han pasado desde que viera la luz en la primavera de 1998 el último poemario de José Hierro, Cuaderno de Nueva York. Once años desde que el poeta, libreta garabateada en mano, presentara en la Fundación Maraya de Madrid, ante un público bastante numeroso formado mayoritariamente por poetas y jóvenes (un buen grupo de estudiantes con carpeta seguía la lectura en la sala paralela por pantallas), el trabajo de sus últimos años. La magia que tenía aquel hombre casi octogenario de calva reluciente no sabría explicarla. La complicidad surgida entre los asistentes, a pesar del salto generacional, sí. Era algo relativamente sencillo: la poesía había vuelto a convertirse en vida.

El poeta entró en la sala, sosegado y, por supuesto, sin corbata. Para ello había abandonado su lugar de escritura en el bar La Moderna y sus zapatillas de ir por casa. Entró, leyó y cantó. Algunas lágrimas saltaron a sus ojos. Cantó como un juglar la soledad moderna del siglo XXI. Cedió su voz gastada a los desarraigados demostrando que, tanto entonces como ahora, Cuaderno de Nueva York estaba vivo.

De sobra sabemos que las grandes ciudades, las megalópolis actuales, son algo más que edificios, que se componen de gentes y se pueblan de mundos. Cuaderno de Nueva York no realiza una simple descripción física de la ciudad, el poemario se convierte en un auténtico deambular de personajes, “viajeros sin tiempo y sin espacio” que, arrancados de su realidad cotidiana, llegan a la gran urbe para darse cuenta de que, ante todo, están solos. Hierro, con una gran ternura, demuestra su predilección por los seres abandonados y sufrientes, tratándolos con una profunda comprensión, y les ofrece la oportunidad de volver; para que puedan explicarse, para hacer uso de las palabras, esas palabras tantas veces olvidadas que necesitan urgentemente ser recordadas, rescatadas por alguien.

Por las páginas del libro desfilan protagonistas anónimos- seres que tal vez existieron, o tal vez no- pero que representan a una gran colectividad; personajes históricos, relacionados en su mayoría con la música o la poesía; personajes literarios, como el rey Lear de Shakespeare, a quien el poeta cede la palabra siglos después, y el propio Hierro, en toda su plenitud lírico-poética, en poemas como el soneto quevedesco Vida que cierra el libro. Para ello utiliza lo que se ha llamado el “monólogo dramático” donde “lo que realmente oímos... en realidad es la voz del poeta que se ha vestido y maquillado como cierto personaje tomado de la historia o de la ficción”( Eliot).

La sucesión de personajes da sentido al libro, donde el misterio del ser humano se convierte en el protagonista principal de sus páginas. Hierro, el hombre, el mismo Hierro de siempre, avanza con ellos -a veces a tientas- hacia el futuro o retrocede hasta el pasado, sin olvidarse del tiempo; del eterno contraste entre la vida y la muerte.

El poeta demuestra de nuevo su compromiso adquirido en 1952 cuando afirmó en Algo sobre poesía, poética y poetas que “ el poeta es obra y artífice de su tiempo. El signo del nuestro es colectivo, social. Nunca como hoy necesitó el poeta ser tan narrativo; porque los males que nos acechan, los que nos modelan, proceden de hechos.” Para ello parte de la propia experiencia -utilizando recuerdos, noticias o vivencias. Cerremos recordando sus palabras: “Para mí, toda la buena poesía es de la experiencia, porque no puedes hacer un verso sobre algo que no te haya pasado por dentro o por fuera”.

PRELUDIO

DESPUÉS DE MILES, DE MILLONES DE AÑOS,
mucho después
de que los dinosaurios se extinguieran,
llegaba a este lugar.
Lo acompañaban otros como él,
erguidos como él
(como él, probablemente, algo encorvados).

A partir de onomatopeyas ,
de monosílabos, gruñidos,
desarrolló un sistema de secuencias sonoras.
Podría así memorizar sucesos del pasado,
articular sus adivinaciones,
pues el presente -él lo intuía- no comienza ni finaliza
en sí mismo, sino que es punto de intersección
entre lo sucedido y lo por suceder,
llama entre la madera y la ceniza.

Los sonidos domesticados decían
mucho más de lo que decían
(originaban círculos concéntricos
-como la piedra arrojada al agua-
que se multiplicaban, se expandían,
se atenuaban hasta regresar a la lisura y el sosiego):
y todos percibían su esencia misteriosa
que no sabían descifrar.

Con reverencia temerosa
escuchaban mensajes tan incomprensibles
como los de la llama, la ola, el trueno
(tal vez con la misma inquietud con que escuchamos al doctor
que diagnostica nuestro mal
utilizando tecnicismos nunca oídos,
de manera que no sabemos
si -impasible y profesional-
es nuestra muerte lo que anuncia
o es la vida).

Nadie comprendió entonces sus palabras.
Por eso andan, ahora, las palabras
pasando por los vientos,
ávidas de que alguno las recoja
siglos después de pronunciadas.
Y aquí están aguardando que alguno las escuche,
aquí en el lugar mismo en donde fueron pronunciadas,
aquí donde confluyen
Broadway y la Séptima Avenida.
Fue aquí donde él me vio,
donde narró la crónica
de este instante en que estoy evocándolo.
Aquí, entre anuncios luminosos,
en la ciudad de Nueva York.

De "Cuaderno de Nueva York" 1998

1 comentario:

Anónimo dijo...

Vida y muerte. Permanecer almenos en lo escrito. Una misión de vida tan respetable como muchas otras, no crees?

Por eso te agradezco tu elogio, y lo aprecio más después de dar un ojo a tu blog, a través del cual puedo ver que tenemos algunas cosas en común.

Seguiré ojeando.

Un saludo,

Lara.